UNICEF, por ejemplo, organización de las Naciones Unidas, sin duda llena de aciertos y de errores, de luces y de sombras, lucha a favor de la infancia en el Tercer Mundo. Lo hará mejor o peor, pero el caso es que es indudable su esfuerzo, como acaso también lo son sus deficiencias y sus limitaciones. Sin embargo, hay católicos como tan fanáticos que injustamente (injustamente a mi modo de ver, claro) condenan todo lo que procede de UNICEF. A mi juicio, sectariamente.
Pero volviendo al apunte sobre el aborto, reconozco que el aborto no cabe justificarlo: es matar una vida humana, en acto o en potencia, en ciernes, dependiente, vale, lo que sea o comoquiera que sea, pero así es. Sólo que aunque las comparaciones son casi siempre odiosas y mucho más no cabe hacerlas para comparar el aborto con la muerte diaria por hambre de miles de niños, lo cierto es que sufren más los niños y niñas ya nacidos que mueren de hambre o enfermedad o sumidos en la miseria, que los embriones y fetos. Sufren más porque un niño o niña de ocho años, pongamos, tien memoria, una red urdida de relaciones humanas, tienen capacidad de gozar y de sufrir, tienen plena actividad mental... Un feto o un embrión, no.
Claro que lo anterior, ya insisto, no es para justificar el aborto, no, sino más bien para significar que a muchas personas de buena voluntad les parece como mínimo chocante el que por lo menos parezca que los obispos católicos condenan con más ahínco el aborto que la muerte diaria de 25.000 niños, por hambre, enfermedades perfetamente evitables y por espantosa miseria.