Solo Dios conoce la sinceridad y autenticidad en la vivencia de la fe cristiana por parte de cada uno de los aproximadamente 150 comensales que participaron, este pasado mes de abril del corriente 2014, en ese convite, piscolabias, refregerio, fiestón, fiestita o como se desee denominar al evento, con ocasión de la canonización de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II.
De manera que compete solo a Dios el juicio (moral) sobre la vida, obra y milagros de cada una de esas personas. No obstante, que fue un evento desafortunado parece fuera de toda duda. Desafortunado por el día elegido, el lugar, el momento, por el motivo santo que convocaba a los comensales; desafortunado, en definitIva, porque supuso, aun sin pretenderlo sus organizadores y participantes, un agravio comparativo en relación a los miles y miles de peregrinos que, en auténticas riadas humanas, fueron a la canonización y hubieron de pernoctar en la propia Plaza de San Pedro, o en calles anexas, y alimentarse a base de bocatas y agua o poco más, o de menús económicos, si es que los hay en Roma, la Ciudad Eterna, cierto, pero también secularmente cara, muy cara, en la que un café capuchino te cuesta fácil 4 o 5 euros, o más.
Con todo, también se sabe algo por lo demás obvio: a esa canonización acudieron fieles o curiosos, o ambas cosas a la vez, que pernoctaron en hoteles, y no precisamente en pensiones. Y que comieron en restaurantes caros, en los que seguro que por plato te debes gastar 80 o 100 euros, mínimo. Y esto lo digo porque, desde mi rechazo ya expuesto a la "inoportunidad" de esa fiesta en pleno corazón vaticano celebrada, tampoco es mi intención rasgarme las vestiduras, como dando a entender que esa fiesta ha sido la más pagana y báquica de las fiestas, y mucho menos usarla como arma arrojadiza contra el papa Francisco, quien, para algunos que lo fustigan desde que abre la boca por la mañana -me figuro que, como yo, tan pecador que soy y mediocre, para exclamar "Señor, ábreme los labios, y gracias por el nuevo día que me das"... - hasta que cierra los ojos por la noche, no sin antes agradecer al Señor -me figuro, me quiero figurar- por el nuevo día vivido.
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