Ana Rodrigo:
En efecto, el papa Francisco parece “distinto”. Así, no lleva anillo de oro, sino de plata (entre el valor o precio del oro y el de la plata…). Se permitió el “lujazo” de acercarse él a besar cariñosamente, saltándose todos los protocolos, a la presidenta de su país de origen Argentina, la señora Cristina de Kischner -que “está aún de muy buen ver”, eufemismo en sustitución del más grosero “que está aún muy buena”: en ambos casos, espero no ofender al personal atriero con expresiones real o supuestamente machistas-. Se le ha visto fundirse en un abrazo con su compatriota Adolfo Pérez de Esquivel; gesto impensable en un papa, pues el abrazo entre dos personas supone igualdad, entraña un clima de confianza, de horizontalidad, de freternidad… Hasta ahora, no ha usado -o apenas los habrá usados, tampoco soy como cronista de todo lo que hace y dice- capisayos, roquetes ni mucetas. En la recepción a personas de muy diverso origen y condición social, se le ha visto “satisfecho” con recibir a la persona en cuestión desde un clima de confianza, respeto y cordialidad, sin “exigir” que la persona se incline reverencialmente ante él, hasta arrodillarse incluso, tal vez considerando aquel pasaje del Nuevo Testamento en que el apóstol Pedro amonesta a Cornelio, quien, al ver al rudo pescador de Galilea, se arrodilló en señal de sumisión reverencial…
Desde luego, ninguno de estos gestos y otros por el estilo que se le han visto al papa Francisco me los puedo imaginar en Benedicto XVI; y ni siquiera en Juan Pablo II, quien, pese a todo su tirón mediático, popular y hasta “teatral” (en el buen sentido del término), nunca dejó de ser, entiendo, un papa al uso, es decir, plenamente revestido de autoridad piramidal, clerical, jerárquica… Como que salta a la vista que ambos precedentes, Juan Pablo II y Benedicto XVI, han sido mucho más conservadores en las formas que el papa Francisco.
Sin embargo, quiero una vez más llevar el ascua a mi sardina. Ahora en el sentido de que me gustaría escuchar, frecuentemente, de boca de los pastores de la Iglesia, de boca de su autoridad máxima el papa Francisco, algo tan elemental como lo que acabas de reconocer tú misma: casi nadie del Pueblo de Dios les hace caso -subrayaría lo de “casi nadie”-, a menudo ni el más mínimo caso, en lo tocante a la moral sexual.
Entonces, como casi nadie les hace el más mínimo caso, qué hacer, ¿seguir empeñado en ser fiel a una doctrina a la que no le es fiel ni el que la enseña profesionalmente, ser fiel sobre todo en circunstancias que en mi caso han sido difíciles, como las de haberme visto obligado, hace años, a trabajar en la construcción, luego de mi traumática salida del Seminario Diocesano de Canarias, sin trabajo y sin un céntimo y cerradas todas las puertas en la Iglesia…? Con frecuencia, escuchando a obreros, en aquel entonces reciente de mi vida, que no hacían más que hablar de follar y follar (empleo los términos típicos, por fidelidad a los hechos, no por provocar), y viéndome yo tan puteado por una institución cuyos teólogos, docentes, catequistas y demás profesionales -en su mayoría, salvo honrosas excepciones que solo Dios conoce-, hacen de su capa un sayo en esos asuntos… y en otros no directamente vinculados a la moral sexual católica, empecé a plantearme creo que muy gravemente la tremenda contradicción que se vive en el seno de la Iglesia católica.
Hasta la fecha. Y no le veo solución, me parece, ni siquiera con el buen hacer del papa Francisco. No le veo solución porque estoy con la siguiente mosca: muchas autoridades de la Iglesia católica no parecen desear solución alguna, se limitan a transigir con lo que hay, a tirar balones fuera, o querer justificarlo todo. O se empeñan en predicar A ante auditorios católicos a sabiendas de que los propios que los están escuchando, en su inmensa mayoría, ni caso les hacen.
Permítanme una vez más mi recurso frecuente a referencias autobiográficas propias, que he traído aquí y ahora para ponderar, una vez más, las tremendas contradicciones de la Iglesia católica. Tan contradictorias, tan incoherentes y tan hipócritas, que lo peor que te podría pasar es tener que ocuparte de ellas, pues no teniendo fácil remedio, ¿para qué ocuparse de ellas?
Concluyo: me conozco la doctrina moral católica, creo que bastante bien, y por ende sé distinguir según toda esa filigrana del Magisterio sobre que no es lo mismo un acto sexual intrínsecamente cerrado a la transmisión de la vida que otro intrínsecamente abierto a la misma, pero cuando la contrasto con lo que suele hacer la población católica, y no precisamente los obreros de la construcción con que yo me vi obligado a trabajar hace años, que después de todo no se ganan la vida gracias a la Iglesia católica sino en el duro tajo del mundo de la construcción…
Vamos, de risa, si no diera pena la cosa, si no produjera consternación. Buen Viernes Santo.