domingo, 23 de febrero de 2020

"Anna, quien es Ida Lebenstein, frente a frente con su tía Wanda la Roja (ya todo un clásico del cine polaco actual)"





La Polonia de 1960, año en que está ambientada la también polaca Ida (dirigida por Pawel Pawlikowski; coproducida en 2013 entre Polonia, Italia y Dinamarca), ya había comenzado a asumir como propios los aires antiestalinistas y reformadores que caracterizaron por aquellos años la Europa del Este. No es que Polonia hubiera salido del llamado Telón de Acero, al encuentro pleno del capitalismo de la Europa Occidental, pero sí que había comenzado a abrirse a los nuevos aires de la modernidad, lo cual también exigía un alejamiento del centralismo doctrinal de la URSS. Patria del futuro Juan Pablo II y, sobre todo, aún satélite de la gran estrella galáctica que fue el poder soviético, así pues Ida la concebimos como una historia hija de aquella época: cierta liberalidad sexual, modernas salas de fiesta, laicismo, música de jazz, pujante catolicismo ya muy combativo frente al totalitarismo marxista, la memoria aún sangrante del terror nazi sobre Polonia...


Laureada con algunos premios de la cinematografía mundial (entre estos el Óscar 2014 a la mejor película de habla no inglesa), así las cosas en efecto no debemos pasar por alto las excelencias propiamente cinematográficas que un notable consenso de público y críticos ha puesto de manifiesto. A saber: una fotografía en blanco y negro prodigiosa, esto es, sugerente, transida de emoción contenida y de simbología. Unos planos que parecen medidos a la perfección: ni sobran ni faltan. En definitiva, una obra que es percibida por el espectador como provista de una muy consolidada perfección formal.Resultado de imagen de ida


Ecos de Bergman, Bresson y particularmente Dreyer, el gran referente del cine danés, se dejan escuchar en esta cinta polaca. En este sentido, no es posible no percibir los ecos lejanos en el tiempo pero sin duda perceptibles de obras maestras como Ordet (La Palabra), o Dies Irae, por solo citar dos de los títulos inmortales del genio danés. Con todo, mi interés es centrarme, ya sea de manera sucinta y ni que aclarar que con aliento subjetivo y sin ninguna pretensión de sentar cátedra en estos asuntos, como simple cinéfilo que soy, en una de las lecturas posibles que pueden hacerse de esta película.


En efecto, Ida cabe entenderla, sentirla, visionarla como un ejemplo de la secular lucha entre la fe religiosa y el materialismo más o menos ateo. La fe religiosa está encarnada o protagonizada por la joven novicia Anna, quien es presentada como a punto de emitir sus primeros votos de pobreza, castidad y obediencia a sus hermosísimos 18 años (en la vida real, sobre los 21 debía tener la guapísima Agata Trzebuchowska, actriz que da vida a Anna). Y el materialismo ateizante está encarnado por su tía Wanda Gruz, hermana de su madre (Wanda la Roja la llegaron a llamar en plena etapa del más rígido comunismo en Polonia). No en vano juez totalmente identificada con el núcleo duro, más marxista o estalinista del Partido Comunista en Polonia, responsable -como reconoce ella misma en un momento de diálogo con su sobrina monja- de haber sentenciado a muerte a "algunos enemigos del Pueblo"; entiéndase: fascistas, reaccionarios, según la dialéctica comunista.


Por causa de no acabar de estar del todo segura del paso inminente para la profesión de los que parecen ser sus primeros votos monásticos (esto es, temporales, aún no los definitivos), y asimismo muy probablemente por el tremendo efecto causado en su espíritu por las costumbres disolutas, licenciosas o liberales de su tía Wanda (con la que convive unos días, se acaban de conocer las dos mujeres, por cierto ha sido la madre superiora la que la ha mandado a conocer a ese único familiar suyo vivo antes de emitir la profesión de sus votos religiosos), y desde luego por la llamada de la sensualidad personificada en un joven músico de jazz, a quien conoce precisamente en los ambientes que frecuenta su tía...


Sí: ya la novicia Anna conoce que su nombre verdadero es Ida Lebenstein y que es judía y que su familia toda ha sido masacrada por el nazismo (se entiende que salvo su alcoholizada, desencantada y libertina tía Wanda). Y es entonces cuando ella se deja arrastrar por una de las más emotivas e irresistiblemente sensuales baladas de John Coltrane ("Naima", interpretada al saxo por quien será por una sola noche su joven amante), y estando bajo los efectos desinhibidores del alcohol, como en más de una ocasión y de dos había visto hacer a su tía...


Ha vuelto a la casa de Wanda la Roja, luego de haber experimentado dudas sobre la profesión de sus votos religiosos. Convencida de la necesidad de una "pausa" en su vida ante una decisión de la envergadura de la que tiene entre manos, la joven novicia visita por segunda vez a su tía, y se encuentra con la tragedia: diríamos que el extravío existencial de Wanda la Roja empujó a esta al suicidio, solución sin retorno, punto final. En tanto las dudas vocacionales, los efectos del alcohol, la llamada de la sensualidad y el magnetismo contagioso de la vida disoluta de su tía empujaron a Anna a una primera y tal vez única experiencia de amor sexual.


Su tía no pudo resistir el acaso sinsentido de su vida, el absurdo tal vez de su existencia desfondada, quizá le pudieron algunos viejos fantasmas implacablemente culpabilizadores de la etapa de su existencia en que fue la temible jueza Wanda la Roja... En tanto Anna, que es decir Ida Lebenstein, escapa... Desde una perspectiva estrictamente católica, tendríamos que afirmar que la joven judía Ida Lebenstein, que se ha quedado a punto de ser la monja católica ya profesa Anna, ha pecado muy gravemente. Solo que lo que parece mostrar la huida de ella, en lo que viene a ser un travelling final (intenso en su gravedad, en su silencio, en su indefinición, ¿hacia dónde se dirige la chica...?), es que anda como buscando el centro de gravedad perdido, como buscando ansiosamente la paz del convento: la divina liturgia, la dirección espiritual, el oficio divino, la santa misa diaria, la vida comunitaria de mujeres que, como ella, lo han dejado todo para a seguir a Cristo el Señor, el Salvador, el divino Esposo... Esto es: ese "anticipo del cielo" que es la vida de contemplación y el culto a Dios, según la tradición espiritual de la Iglesia, especialmente la de índole o ámbito monástico. 


De manera que de ser así como experimento que es en esta historia, el materialismo ateo de Wanda Gruz la empujó a acabar con su vida, cuando ya no supo, quiso o pudo encontrar respuestas, salidas y luces de esperanza a las dificultades que esta existencia en este mundo que conocemos (en este valle de lágrimas) se encarga de irnos presentando, a todos invariablemente. No así por lo que dice o toca a su sobrina: metió la gamba hasta el fondo, solo que el faro de su vida, que es como decir Cristo, la despabiló de golpe, la volvió a atrapar para bien con toda su carga de luz cegadora. La volvió como a situar en el centro, en el equilibrio perdido. En la radical certeza de que aunque vasijas de barro, podemos siempre renovar en nosotros mismos la oferta de la gracia, don que viene de lo Alto. 


De hecho, luego de haber mantenido su encuentro sexual con el chico músico de jazz, desnudos ambos mientras hablan, él le cuenta a ella de sus posibles planes a su lado: "Nos casamos, buscamos un perro, tendremos hijos..." A lo que ella responde en todo momento con "y luego", "y luego"... Para mí que como dando a entender que sí, que en principio "suena bien" la música del amor de la pareja humana, solo que para quien ha probado las mieles del amor esponsal y exclusivo a Dios, cualquier amor humano, por muy bello y santo que sea incluso bendecido en santo matrimonio... 


O igual lo que digo son solo suposiciones mías, nada que ver con lo que sentía y pensaba la judía Ida Lebenstein en el momento descrito. Podría ser también. O acaso pudiera ser que ese episodio del encuentro sexual entre la monja y el joven, quien parece perfectamente adaptado a la finitud, a lo secular y mundano, no sea sino una concesión comercial y algo morbosa a la omnipresencia de los contenidos sexuales en el cine de las últimas décadas, a escala mundial. Aunque también pudiera ser que me asistiera bastante la razón en lo que sugiero, de suerte que conozco curas que me han hecho confidencias como las que siguen: "Renuevo mi promesa de castidad celibataria desde la experiencia de que al menos hasta la fecha -toquemos madera, más de uno bromeara- no he conocido a ninguna mujer cuyo amor, simpatía, afecto, predilección o cariño hacia mí, sobrepasen a la pasión que siento por Cristo y por su Iglesia". Y algunas monjas jóvenes de vida contemplativa también, quienes me han hecho las suyas: "No dudo de la grandeza del amor de los esposos en el matrimonio, hasta el extremo de que hay matrimonios santos (se entiende que ambos, ella y él, marido y mujer, esposos: los padres de santa Teresa de Lisieux, por ejemplo, san Isidro Labrador y su esposa santa María de la Cabeza...), pero quien ha probado las mieles del amor exclusivo y esponsal a Dios..."


El caso es que, abiertas las lecturas e interpretaciones para este final que nos ocupa, la novicia Anna abandona la escena en que “acaba de inmolar su virginidad”. Y huye, ya lo hemos reconocido: su rostro como demudado, compungido, extraviado... Huye por una carretera comarcal, rural, apenas asfaltada, por la que empero transita algún que otro vehículo. ¿Adónde se dirige esta joven mujer, esta mujer sin alcuza, parafraseando aquí y ahora el verso del celebrado Hijos de la ira, de Dámaso Alonso? ¿Huye de sí misma o busca la centralidad perdida de su existencia entregada al divino Esposo, nuestro Señor Jesucristo, el Hijo del Dios vivo, el único Salvador de la humanidad?


Comoquiera que sea, reconozco que para hacer este apunte crítico he incurrido en lo que se llama spoiler, que algunos aventurados lectores no me perdonarán, sobre todo si además son cinéfilos. Lo siento; pero es que no concibo otra forma de tratar por escrito del gusto e interés que despiertan en mí algunas películas; muchas. Y sobre todo es que no sé hacerlo de otra manera. 


24 de febrero, 2020. Luis Alberto Henríquez Lorenzo: profesor de Humanidades, educador, escritor, bloguero, militante social.           

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