El cardenal peruano Juan Luis Cipriani predica la verdad católica, bendito sea Dios. Porque ciertamente esa insistencia en la misericordia de Dios “incondicional” que no exige la conversión del penitente, del pecador, es de estirpe luterana, no conforme a la tradición católica.
Es herética. Pues Martín Lutero fue apóstata, hereje y cismático, además de una personalidad morbosa, neurótica, tal vez síquicamente desequilibrada y llena de un desaforado odio a la Iglesia y al Papa -que fue in crescendo y que nunca desapareció ni amenguó jamás-, a los que insultaba con expresiones tan soeces que ciertamente no pueden sino ser propias de una mente perturbada y endemoniada. Personalidad la del gran heresiarca Martín Lutero que, como hoy se reconoce unánimamente en la comunidad científica -y el mismo hereje y exmonje agustino alemán reconoce en varios lugares de su muy abundante obra escrita-, nunca pretendió reformar las costumbres de una Iglesia católica en su tiempo ciertamente muy necesitada de auténticos reformadores dado su alto nivel de corrupción moral, sino la reforma de la doctrina católica, doctrina que él juzgaba prácticamente en su totalidad como obra o fruto del Diablo.
Martín Lutero y sus excesos verbales, con que no dudaba en calificar al Papa -y de paso a todos los católicos papistas- de “puerco, rata al frente de una Iglesia de maricas y hermafroditas, heraldo del Anticristo que sellaba sus documentos con excrementos y pedos…”
Qué miserable personaje el Martín Lutero, quien lejos de reformar las decadentes costumbres de la Iglesia católica de su tiempo, se dedicó él mismo a vivir regaladamente una vez se exclaustró, aficionado a la fiesta y a la bebida (existe la hipótesis entre algunos investigadores de que pudo acabar suicidándose el exmonje agustino, debido a una descomunal borrachera que se supone pudo haberse cogido el nota y que precipitaría su muerte)… Quien no se dedicó en su vida a otra cosa que al esfuerzo de situarse él mismo como centro absoluto de su reflexión teológica, como “en hilo directo con Dios”, por encima de la Iglesia y del Papa, por encima de toda autoridad del Magisterio, con una soberbia verdaderamente descomunal, creyéndose en posesión de la verdad absoluta, y él poco menos que el único de su tiempo que en verdad debía estar inspirado por el Espíritu de Dios, esto es, tan pagado o creído de sí mismo que llegó a formular que “ni los ángeles pueden juzgar mi obra, mucho menos la Iglesia del Papa, que es la del Anticristo”…
“Peca fuerte pero cree aún más fuerte, porque la gracia de Cristo que salva consiste en que este jamás te va a imputar pecado alguno”, dejó escrito el gran heresiarca alemán, desde luego, tergiversando la noción católica tradicional de la gracia salvífica de Cristo, que exige conversión, que exige obras y no solo fideísmo (noción esta del solofideísmo que no es bíblica, pues precisamente la única vez que el Nuevo Testamento habla de fe y obras acontece con la Epístola de Santiago -“epístola de paja” la llamaba no en balde despectivamente Lutero-, y justamente en esa cita se enseña que la fe en Cristo nos lleva a realizar obras).
Así las cosas, ¿cómo puede un católico aceptar que el supuesto reformador alemán empero legó buenos frutos a la Iglesia a la que odió a muerte con un odio sin duda maligno y patológico? Martín Lutero despedazó dogmas del credo de la Iglesia, arruinó la devoción a María Santísima y a los santos, sacrificó casi toda la teología sacramental; en definitiva, pretendió sustituir la objetividad del Magisterio, la guía pastoral en la Iglesia por parte del orden sacerdotal cum Petro et sub Petro, por el libre examen de las Sagradas Escrituras y la subjetividad de corte radicalmente individualista en el seguimiento de Cristo, solo conocible a través de la Biblia: los famosos cinco solas: sola gracia, sola Escritura, sola fe, solo Cristo, solo para la gloria de Dios. Y desde luego, el resultado tal vez más espectacular de todo esto, ya constatado por el propio Lutero en vida, es la proliferación de sectas inspiradas en la Reforma: actualmente, sobre 30.000 denominaciones protestantes hay registradas, y ninguna tiene autoridad suficiente para erigirse en referente magisterial sobre el resto.
La Iglesia en tiempos de Martín Lutero exigía una reforma, indudablemente, esto es hoy día completamente aceptado por toda suerte de historiadores de la Iglesia. Y ciertamente, el exmonje agustino alemán tuvo el arrojo de iniciar un movimiento de reforma, pero se salió de madre, nunca mejor dicho, se salió del marco doctrinal y disciplinar de la Santa Madre Iglesia, y toda su intención, por muy loable que hubiera podido ser, resultó ser peor remedio que la enfermedad que se quería sanar. No así por lo que toca a la acción reformadora de santos más o menos contemporáneos de Lutero y resto de reformadores (Juan Calvino, Ulrico Zuinglio, Felipe Melanchthon...) de la talla de Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Francisco de Borja, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Alonso de Orozco, Carlos Borromeo, Juan de Ávila, Pío V (el gran papa del Concilio de Trento, fraile dominico de vida ejemplar, entusiasta de la teología de santo Tomás de Aquino, a quien elevó a la categoría de maestro insuperable para la doctrina de la fe católica)... Todos estos y tantos otros, ellos y ellas estén o no oficialmente reconocidos como santos y santas de Dios, se empeñaron en reformar la maltrecha Iglesia de aquel concreto período histórico que salía de la Edad Media y del Renacimiento muy afectada de corrupción moral y de mundanismio, y lo hicieron desde el total amor a la Iglesia de Cristo, desde la santidad de vida, y no desde el odio luterano a la Esposa de Cristo ni desde la radical y morbosa angustia existencial que llevó al gran heresiarca alemán a sentir incluso sentimientos de hastío vital y de desprecio y patológico temor a la que él sentía como la ira de Dios que tanto lo atormentó durante toda su vida: miedo a no alcanzar jamás la garantía de ser salvado por la gracia de Cristo, ni aun con el auxilio de toda suerte de penitencias, oraciones y ayunos (todo esto en su etapa de monje católico de estricta observancia).
Con todo, volviendo al asunto más directo que ha dado espacio a esta reflexión, también es para consolarnos el reconocimiento de que menos mal que con pastores como el cardenal peruano Cipriani uno puede seguir alimentando la confianza de que no todo está perdido en este tiempo de confusión doctrinal y de apostasía sin precedentes en la historia de la Iglesia.
15 de noviembre, 2016. Luis Henríquez Lorenzo: profesor de Humanidades, educador, escritor, bloguero, militante social.
15 de noviembre, 2016. Luis Henríquez Lorenzo: profesor de Humanidades, educador, escritor, bloguero, militante social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario